Arte y Revolución

18 diciembre 2023

“Como cumbre de la poesía, tanto por la magnitud de su efecto como por la dificultad del resultado, debe ser y es de hecho reconocida la tragedia. Para el conjunto de nuestro análisis es muy importante observar que el fin de esta máxima producción poética es la representación del aspecto terrible de la vida; que lo que aquí se nos exhibe es el indecible dolor, las calamidades de la humanidad, el triunfo de la maldad, el sarcástico dominio del azar y el irremediable fracaso de lo justo y lo inocente: pues aquí se encuentra una importante advertencia sobre la índole del mundo y la existencia. Es el conflicto de la voluntad consigo misma lo que aquí, en el grado superior de su objetividad, se despliega de la forma más plena y aparece de forma atroz. Tal conflicto se hace visible en el sufrimiento de la humanidad: por un lado, a través del azar y el error, que se presentan como señores del mundo y personificados bajo la forma del destino en virtud de su perfidia, que llega a tener apariencia de intencionalidad; por otro lado, el conflicto nace de la humanidad misma, por los entrecruzados afanes de la voluntad de los individuos, por la maldad y equivocación de la mayoría. Una y la misma voluntad es la que en todos ellos vive y se manifiesta, pero sus fenómenos combaten y se despedazan a sí mismos” Arthur Schopenhauer, “El Mundo como voluntad y representación”.

“Hacemos adiestrar nuestra diversión a una cierta porción de nuestro proletariado social, que se encuentra, es verdad, en todas las clases; una vanidad impura, el deseo de gustar y, bajo ciertas condiciones, la perspectiva de beneficios pecuniarios y múltiples, llenan las filas de nuestro personal teatral. Mientras el artista griego, además del placer que obtenía personal con la obra de arte, era recompensado con el éxito y la aprobación por parte del público, el artista moderno es contratado y pagado. Así pues, logramos caracterizar de una manera definitiva esta diferencia esencial; el arte público griego era precisamente arte, el nuestro solo una profesión artística. El artista, abstracción hecha del objetivo de su creación, se complace en esta creación, en moldear la materia, en darle una forma; su producción, en ella misma, es una actividad que le alegra y le satisface, no un trabajo. El obrero se interesa solo en el objetivo de sus esfuerzos, en el beneficio que le aportará su trabajo; la actividad que despliega no lo alegra, no es para él que una pena, una necesidad ineluctable; no puede unirse a su trabajo más que por obligación”. Richard Wagner, “Arte y Revolución”.

“El arte es la más alta realización del hombre, bien desarrollado físicamente, en armonía consigo mismo y con la naturaleza, pues del mundo físico puede tomar la voluntad para desarrollar el arte”. Richard Wagner, “Arte y Revolución”.

“Hoy día el arte solo se presenta en la consciencia individual, a extramuros del colectivo. En el mundo griego este era conservador porque se presentaba como una expresión válida y conforme”. Richard Wagner, “Arte y Revolución”.

“La música, que solamente sabe hablarnos vivificando con meridiana claridad, en todas las gradaciones imaginables, el más general concepto de un sentimiento en sí mismo oscuro, puede ser juzgada en sí y para sí únicamente bajo la categoría de lo sublime, ya que, tan pronto como ella nos absorbe, provoca el más elevado éxtasis de la conciencia de nuestra infinitud. Por otro lado, aquello que penetra en nosotros solamente como una secuela de la inmersión en la contemplación de una obra plástica, particularmente la emancipación (aunque de manera temporal) del intelecto que está al servicio de la voluntad individual, conseguida mediante la transferencia de las relaciones del objeto contemplado a esa misma voluntad – el efecto requerido de la belleza sobre el alma -, es ejercido por la música ya en un primer contacto con ella: ello es así en tanto que la música aparta al intelecto inmediatamente de cualquier interés por relacionarse con las cosas que están fuera de nosotros, y como pura forma, liberada de la materia que conforma el mundo exterior, acaba por dejarnos escrutar dentro de nosotros mismos y también dentro de la esencia íntima de las cosas. En consecuencia, nuestro veredicto sobre cualquier pieza musical debe estar fundamentado en el conocimiento de las leyes con las que el efecto de la belleza, el principal efecto de la apariencia primera de la música, se adelanta sólo para revelar luego su más auténtica naturaleza mediante el vehículo de lo sublime. El carácter de una música completamente vacía de significación, por el contrario, se da cuando no consigue ir más allá de su superficie, permaneciendo como un mero juguete prismático, y haciendo duraderas por ello las relaciones existentes entre el lado más exterior de la música y el mundo visible”. Richard Wagner, “Beethoven”.

El arte es la proporción del universo que puede ver el hombre desde el impulso interior exteriorizado mediante las formas, y como tal su finalidad última es el hombre como portador de unos principios y significados permanentes. De ahí que en no pocos momentos nuestro discernimiento nos haga llegar a preguntarnos si no obedece a un impulso volitivo e intelectual inmanente la creación de la obra de arte, y que además su acervo más recóndito sea precisamente la fuerza de una identidad compartida comunitaria por un pueblo unido por lazos de sangre y de estirpe asentados sobre una patria por descubrir y siempre por hacer en cada generación, guardando fidelidad a la tradición y al legado que proviene de
la historia, depurando y perfeccionando el reconocimiento y acercamiento que hacemos al manantial del que extraemos nuestro universo espiritual. Ningún paso, ningún esfuerzo individual puede sustraerse a la sugestiva tarea de responder a la cuestión de cómo encontrar la fuente de la cual surge la esencia de una identidad común capaz de proyectar su potencia y ser en el arte, expresión del espíritu de un hombre y del hombre.

Si entendemos que el arte es el eje del sistema de una cultura entonces comprendemos que la creación descansa sobre las fuerzas de una identidad que está más allá de lo individual y representa a una comunidad humana que los siglos han forjado. No es hijo de un voluntarismo o un consenso que parta de un punto de inicio contractual, sino que tiene un principio de razón suficiente en sí mismo. Y es por esto por lo que debemos realizar un acercamiento, en la medida de nuestras posibilidades, a la visión que Wagner comenzó a racionalizar en un cuerpo teórico de innegable coherencia sobre el arte en toda su dimensión como lenguaje para explicar la quintaesencia del ser humano. Las enseñanzas que allí hallamos deben tenerse presentes en todo momento porque guardan una vigencia absoluta. Y finalmente hemos de hacerlo porque tampoco podemos olvidar que la dedicación y tesón puesto por el maestro en esta cuestión es algo que ha sido en demasiadas ocasiones obviado y merece su restitución por nuestra parte si nos consideramos wagnerianos sin mácula de reserva mental alguna, al encontrar en su obra todo el sentido y significado con la cual él la configuró.

El hecho de que en nuestros días la clave sea una fagocitación que puede desmembrar esta contemplación de la cual germina lo incidental y la moda pasajera, hasta llevarnos a la encrucijada en donde se abre el vacío del nihilismo o el vacío de la trivialidad no ha de hacernos perder de vista el fin último posible a alcanzar por la obra de arte. El símbolo como vestidura de un secreto es donde radica que el arte realice su búsqueda mediante la reunión de la belleza y la armonía como medios vehiculares para alcanzar un fin de trascendente altura. Y es justo destacar que estas reflexiones fueron las que precisó también hacer Richard Wagner al contemplar el panorama general del siglo XIX en donde él vivió. Su rebelión en pro de la resurrección del papel asignado al arte en tiempo pasado, en el mundo helénico, la raíz de y referente permanente de Europa, cuando fue educador y genuinamente sacramental y representativo del espíritu humano; de llevarlo al mundo moderno en donde se constataba una decadencia a causa de la ausencia de referentes y de horizontes; de darse sí mismo una unidad coherente consigo mismo como artista y otorgar al medio dramático por él empleado de los principios fundamentales capaces de dilucidar el camino para la creación que siempre la pensó y dirigió para el ser humano que no busca solo entretenimiento ni un medio placebo rodeado de medios triviales sino aquello que se guarda en silencio y lo sutil por descubrir, del hombre visto como misterio, con su carga trágica por su fatum trascendental fue su decisión no carente de riegos y en cierto sentido le hizo tomar una postura rupturista con el mundo y revolucionaria, pero la revolución es para traer un orden que se acerque a los tiempos fundacionales, tiene una tradición por reconquistar y por descubrir. Pues en Wagner el hombre siempre es llamado por lo sagrado, y el hombre con el arte tiene un medio para acercarse a su despertar consciente y espiritual, y el arte ha de tomar en consecuencia estos valores como los que le son propios.

Durante el periodo comprendido entre 1849 a 1852, en su exilio en Zúrich a causa de su participación en la revolución de Dresde, movimiento nacido en el seno de la Joven Alemania de ideas nacionalistas germánicas, el maestro se impuso la ardua y sacrificada tarea a sí mismo de detener la creación poético musical para contestar a muchas dudas y límites que él mismo se había encontrado en su trayectoria anterior, así como constatar las graves deficiencias de las instituciones culturales de su tiempo. La razón le animaba a buscar una fórmula y para ello era necesario reflexionar y aprehender conscientemente no solo la línea trazada por sus anteriores obras sino ir más lejos, prepararse para encontrar los pilares sobre los cuales construir el ideal del arte que entreveía como el que puede ser verdadero. Justo a este esfuerzo es al que muchos han generado extrañeza, controversia y han terminado por denostar e incluso dedicarse a vilipendiar al maestro. Sin embargo es en donde veremos a quien emplea una disciplina de la filosofía como lo es la estética para presentar un haz valores fundamentales a seguir. Por eso es de vital importancia tratar de aclararlos y darles su verdadera dimensión, porque una de las razones de la incomprensión de la obra de Wagner es que nadie los conoce con seriedad y rigor, y a veces incluso se denosta y frivoliza; así como nadie más tarde se propuso completarlos, perfeccionarlos y hacer esa obra de arte total como la planteaba el maestro, una visión estética con vocación y medios que superaba los límites espacio temporales del mundo germánico y puede plantearse en cualquier nación europea o cualquier nación que proviene de la civilización europea. Podrá alegarse la parcialidad de su pensamiento e invalidez para no estar de acuerdo con sus planteamientos, la ilegitimidad de sus conclusiones incluso, pero la causa de que lo que él denunciaba no haya desaparecido y siga entre nosotros es, al menos para mí, la lógica misma del mundo moderno, que como ya nos anticipaba el maestro tiene sus tótems sagrados en el materialismo y en el economicismo tecnocrático más descarnado. Por consiguiente, es harto difícil lograr un arte en estas condiciones que no sobrepase un testimonialismo de las obras maestras de todos los tiempos y la condena al ostracismo a cualquier creación en nuestro tiempo con contenidos permanentes. Wagner intuyó la degeneración y propuso la regeneración del hombre. No pudo crear una escuela pero sí que al menos nos legó su propia obra como horizonte. Nuestro deseo es que siga viva y pueda continuar transmitiendo todos sus contenidos.

El maestro tuvo que partir de cero en todos los sentidos. Los ensayos son tres en donde determina sus conclusiones: Arte y Revolución, La obra de arte del futuro y Ópera y Drama. Si bien las disciplinas que convocó con su sobresaliente talento encontraban sus enseñanzas en los grandes autores universales de la música y literatura, la semilla hecha plasmación del objetivo deseado le obligaba a una tener que reformular las estructuras, por no poder quedarse conforme con el estado de cosas en su tiempo vigentes. Y es en estos tratados en donde desea plasmar su propósito. Tuvo la determinación de dotar de un nuevo eje vertebrador al arte con su formulación de la Gesamkunstwerk, la obra de arte total, síntesis y unión de todos los medios de expresión del arte fusionados por un ideal dramático al cual sirven. Por consiguiente no fue un hombre de una tesis ante el cual se presentaran en su contra antítesis en todas las disciplinas por parte de quienes se le opusieron o bien lo tomaron por un megalómano sino que por el contrario veremos en todos sus proyectos el don de la síntesis y de la reunión. El hecho de encontrar sin respuesta verdadera su proyecto de Barbarroja historicista sobre el emperador alemán para una ópera y hacer el poema de la Muerte de Sigfrido en 1848 nos habla de esta transición capital en su vida. Al ver que el arte más humano, el esencial de la naturaleza íntima, sin contacto con ningún fenómeno que es exterior que es la música no podía dotar de vigor lo que permanecía en el plano conceptual, lo que fuera alegoría o imagen fenoménica completamente concreta ya se expresa a sí mismo le hizo volverse consciente de que solo lo que es verdadera vida en el arte puede quedar unido a la música y que ésta brote con el poder tan preñado de emociones y de la esencia psicoanímica del hombre.

Precisamente del segundo poema surgirá el renacimiento de unas jornadas áticas tal y como se hicieron en el mundo pretérito griego. La trilogía que compone el Anillo de los Nibelungos, escrito como un prólogo y tres jornadas es la prueba más fehaciente de esta consciencia del despertar a la forma antigua, renovándola con el nuevo mito germánico, un anhelo de todos los románticos alemanes de hecho, pues ya sobre ello el poeta Novalis meditó en su ensayo Cristiandad y Europa al considerar vital dotar a Occidente de una nueva religión y de un nuevo mito, de la refundación del cristianismo. Y el poeta Ludwig Tieck quiso revitalizar las leyendas germánicas, y que estas fueran empleadas como inspiración de los nuevos artistas. Y es además evidente que con el Anillo, así como para Goethe su Fausto fue la obra de toda una vida la coronación de la composición de las jornadas de esta gran tragedia teogónica llevó al maestro veinte años, desde 1853 a 1874, entre medio con doce años de interrupción que dedicó a su Tristán y a los Maestros Cantores entre 1857 a 1869. Y es lógico, porque las posibilidades eran nulas de refundar el ideal del drama trascendental durante los años cincuenta para un proscrito exiliado que desafiaba a las instituciones y teatros de su tiempo. El cambio decisivo para el maestro de perspectiva vital fue el conocer al rey Luis II de Baviera en el año 1864, el verdadero valedor de Wagner para alcanzar a inaugurar su teatro de Bayreuth en 1876 y poder plasmar al menos en parte su ideal en el mundo de la praxis desde una doctrina que resulta para quien se acerca a ella un todo coherente y bien meditado sobre los grandes problemas que rodean siempre a la obra de arte desde los más lejanos e incluso arcanos tiempos del hombre sobre la faz de la Tierra. Tratar de relatar las vicisitudes vitales de Wagner sería para llenar libros enteros.

Sorprende viendo esto cómo Wagner es un eje vertebrador sobre el cual dimanan las superestructuras de tesis, antítesis y síntesis de la dialéctica hegeliana al enfocar unilateralmente algún rasgo de su genio poliédrico. No sería el hombre de una modernidad agonizante o el último exponente de una civilización tal y como lo identificaba Oswald Spengler, sino una respuesta a un presente con raíz en lo pretérito proyectándose de tal modo que es porvenir y un ejemplo de superación de los límites angostos. Tampoco se le puede arrogar con la ligereza propia de los tópicos una suerte de encasillamiento típico entre los compositores, ni siquiera entre los poetas o dramaturgos. El poeta como potencia dramática otorga a su inspiración del concurso de todas las artes, mediadas gracias al drama en una imagen representada de la vida. Y determina así de un modo nítido que el contenido domina a la forma. Darle un término y etiqueta se nos demuestra como un error de fondo que hemos de evitar, y además porque sabemos cuál es el término adecuado para denominar a Wagner con toda propiedad. La postura que debemos sostener nosotros es que él tuvo que emplear los medios literarios y musicales mancomunados en el campo de la escena para crear la obra de arte como representación de vida. Por ello usaremos el término de poeta como potencia en busca del drama, y el drama es música, pero no puede plantearse que ahí termina todo. Aherrojar al maestro en un sentido o en otro es un error demasiado frecuente, dado que no fue un hombre de su tiempo que por un puro proceso sincrético quitase o añadiese un rasgo o característica al drama de una u otra arte sino que fue un hombre en contra del tiempo por presentar un tiempo pasado y una posibilidad de futuro alternativos al mundo en el que vivimos en nuestros tiempos y que él mismo vivió. Esto es decisivo, y no solo eso, sino que observamos una superación constante de los límites que por diversas circunstancias tuvo que salvar.

De esto de se infiere que su exilio fuera para él el momento adecuado para dejar atrás la ópera como género para siempre y siguiese la senda de la diferenciación radical con su entorno y coetáneos. Ir a la esencia del drama con todas sus posibilidades y punto de encuentro original de cada disciplina artística se mostró como un imperativo ante las deficiencias de un género como la ópera, carente al menos en su tiempo si no lo fue siempre de una unidad orgánica, a pesar de reformadores y teóricos como Gluck en el siglo XVIII por ser estrictamente una excusa para que en un odre que podemos llamar libreto se trate introducir un vino llamado música sin más relación entre el continente y el contenido que lo circunstancial y accidental. Cimentar una música sobre una serie incongruente de sucesos secundarios nacidos con la evidente voluntad de ser efectistas en escena, compartimentada además en números cerrados resultaba a todas luces un límite a las posibilidades del teatro en sí. No puede encontrarse un punto medio en estas medidas tan habituales del género operístico, y aún menos tener como patrón y mandato cardinal el cimentar un argumento como unos intermedios para las partes líricas que denominamos arias, pues eso significa entonces que ópera se traiciona a sí misma como género cuando los autores pueden componer canciones sin el concurso de un argumento dramático decisivo y coherente consigo mismo, y eso que no todas las óperas, para ser justos, tienen este defecto innato. No obstante, puestos en esos extremos por las escuelas operísticas el género se hacía evidente que había que buscar una respuesta, porque en definitiva en el tiempo en que vivió Wagner a través de las formas musicales establecidas puras y absolutas se podía componer sin caer en esa trivialidad, y lograr resultados sublimes. Precisamente huir del espectáculo y del entretenimiento pasajero era por lo cual combatió Wagner, y además quiso dar a su lógica interna el sentido de hacer que la música fuera una parte sustancial del teatro, y no el aderezo que termina siendo lo importante de un trabajo en donde todo giraba en torno a un efectismo carente de todo sentido. La música como una unidad de la poesía, armonizando su predominio en cada momento de una de ellas o bien callar a un medio para dar al otro todo el peso fue una de las grandes consideraciones que constantemente se hizo Wagner. En definitiva, se trata de dotar al arte de una dignidad, de un magisterio para el pueblo y con el pueblo y de una liberación de la moda, de lo arbitrario nacido de incrustaciones ajenas a un fin serio. Este era el fin buscado por el maestro. El desarrollo postulado del arte como ethos y educación de un pueblo, tal y como el mismo Jenofonte nos lo indica, tiene su pilar sustancial justo en estar inmerso en la vida, de ser parte activa de la vida humana, y no simplemente una contemplación pasajera para matar el tiempo.

Por eso no es baladí que diferenciase neta y categóricamente el drama y la ópera, por otorgar al contenido el significado de la palabra, de la acción del drama y hacer que la música sea la atmósfera vital que acerca el significado de la acción de un modo más íntimo y anímico al hombre. Y no solamente eso, sino que de este postulado necesariamente tiene que salir una forma de teatro y una música nueva. La razón por la cual Wagner podía comprenderlo mejor que otros compositores era porque él mismo era su propio poeta, y en el fondo el músico servía al poeta y trataba de hacer un lenguaje capaz de no romper la coherencia poética. La música es el aroma de una flor que es poesía, y esa poesía está ahí porque engendra la expresión del drama. Su fusión nace de la intimidad de su unión, de que toda poesía lleva música y toda música su poesía, pues de algún modo sus distancias y concomitancias nacieron en etapas posteriores de ahondamiento y perfeccionamiento exclusivista, pero en un comienzo estuvieron reunidas a través del canto que ha acompañado al ser humano como la expresión psicoanímica de su ser a lo largo de la historia y que se ha dado además en todos los pueblos. Y es que como dijo el propio Wagner en Ópera y Drama “la música no puede pensar; pero sí que puede realizar pensamientos”. Su separación y autonomía puede haberlas desarrollado pero si han de ser reunidas y convocadas para un fin más alto se hacía necesario encontrar el modo en que pudieran ser connaturales la una con la otra. De ahí que la forma de escribir la poética dramática y su musicalización tuvieran que replantearse a fondo y buscar el ejemplo más original y genuino en el nacimiento de Europa, en la mismísima Grecia. Pero no solamente eso, sino que sus conclusiones fueron que la poesía sienta su poder en la imaginación inteligible mientras que la música en el corazón y el sueño, en lo inconsciente y onírico, y por esto su reunión debía hacerse por una causa necesaria y de verdadera trascendencia como es dar la imagen más real de la vida universal, en el mundo de las ideas y del arquetipo que es capaz de desarrollar el arte humano como vocación más profunda de sí mismo.

A partir de 1853, cuando El oro del Rin el maestro la comienza a componer encontraremos que la unidad absoluta entre música y poesía es completa. Por mucho que las obras posteriores pusiesen en entredicho el ideal poético por la dimensión y dilatación del espacio musical, tal y como puede observarse en el Tristán, es indudable que la función de interioridad infinita que cumple esta música, con su continuidad nunca rota y siempre en eterno retorno a través de los leitmotiv, de la teoría de la melodía infinita, concebido como un tupido armónico de riquísimas enseñanzas técnicas sublima la expresión poética de la acción y no la entorpece de ninguna manera, sino que mantiene una lógica natural nacida de ellas, pues unidad entre la música y poesía Wagner la consiguió al convocarlas para el drama, y para que haya un drama ha de haber un gran tema por tratar. No en vano Wagner como músico, que no vamos a tratar aquí, fue una gran síntesis de todo Occidente en este arte, y su lenguaje personalizado tiene un gran equilibrio entre la renovación y la tradición, si bien a él siempre se le asoció con la vanguardia musical de su tiempo, y este epíteto tampoco, hemos de decirlo, es injusto, pues un examen de la armonía y forma nos muestra su profunda influencia de Listz o de Berlioz así como del mismo Chopin e incluso cómo tomó o se inspiró en material de Listz en algunas ocasiones. Pero la música de Wagner, al ser su principio el contenido que puede expresar su significado con palabras, era más amplia en sus posibilidades reales solo en la escena y no en las formas del compositor de música absoluta, es decir, solo en la coherencia interna de la obra dramática, dado que cada obra tiene su propio lenguaje musical causa de que tiene su propio lenguaje poético. Incardinar su música en una capacidad descollante de conmover permite que alcancen todos sus temas tratados en escena la categoría de universales, y sea uno de los autores musicales que más admiración hayan despertado en toda la historia.

Por otro lado el non plus ultra, el deus ex machina de su genio musical tenía su referencia máxima y sin paliativos en Beethoven, el compositor capaz de dar a la música un significado aun cuando fuese sutil, prendada en su impetuosa fisonomía melódica de un sentimiento hasta entonces no alcanzado de la misma manera. La sugestión del sinfonismo del renano dio al sajón un modelo que siempre siguió y al cual sin condiciones tributó agradecimiento y admiración sin límites. Fue de Beethoven de quien pudo aprender esto. Y encontramos también que el genio tan sobresaliente que Wagner tenía como compositor procedía de su capacidad en dar al sonido la fisonomía del alma de cada uno de sus personajes, de cada obra que salía de su impulso creador o bien de aquello que viven todos juntos al encontrarse. De hecho sus creaciones fuera de escena son muy humildes y él mismo no las dedicó una atención excesiva. Tan solo nos queda como testimonio de que quizá de haber vivido más tiempo al final de su vida, y al terminar su Parsifal se planteó comenzar a componer sinfonías. Por eso la música de Wagner lleva más que ninguna otra el sonido de una materialización y de una imagen posible a ver con nuestros ojos y también de ser escuchada. Y es evidente aquí decir que no todos los temas pueden reunir a ambas, tan solo es posible esta verdadera unidad casi se podría decir que entrañable con un tema con verdadera necesidad de tener que ser expresado por ambos lenguajes, dado que al fin y al cabo cada uno de ellos de modo autónomo también cumplen su posibilidad de sí mismos. La música, por tanto, puede vivir de la poesía separada. Pero no hay que olvidar su nacimiento común a través del romance, de la juglaría, en nuestro plano espacio temporal y existencial del Occidente cristiano medieval. Ambos lenguajes tienen bien consolidadas sus leyes y su trascendencia gracias a los autores excepcionales y magistrales que nos han regalado. Si el tema del drama es lo que los convoca la clave entonces es dilucidar la naturaleza de la escena y lo que en ella puede ser representado y es de lo que tenemos que hablar para contestar a esta cuestión.

Tal es la hondura que alcanza el equilibrio del lenguaje articulado de la poesía inteligible y de la música cuando se une a ella que la completa y ensalza, aunque también es posible y frecuente que la difumine y margine porque como lengua del sentimiento es infinitamente más poderosa, pero aquí siempre subyace como respuesta que las palabras dan al intelecto respuesta y la música al corazón. El espíritu y naturaleza de la representación viva contrae un compromiso de mayor envergadura no ya con el arte en sí, sino con la vida del espíritu como ya dejamos entrever arriba comunitaria, porque todo hombre puede conmoverse con la música, al hablar ésta directamente al corazón. De ahí se infiere, por consiguiente, que tenemos ante nosotros un mundo nuevo que surge de arquetipos y valores de una cultura. A partir de la combinación entre el actuar y la naturaleza del hombre se puede decir que en el arte dramático todo aquello que redunde en hacer un retrato creíble del que está inmerso en la acción es lo que explica en esencia la capacidad o no del dramaturgo de nuestra cultura, y es que en lo que concierne al hombre occidental solamente puede comprenderse un esfuerzo creador activo y que tenga ciertamente un fin deseado en cómo lo universal de la expresión humana puede ser contenido en un carácter muy individualizado.

Wagner comprendió esto perfectamente cuando afirmó que el mito es el principio y el fin de la historia. La crónica cuando recoge de un modo aséptico los sucesos gloriosos o luctuosos puede hablar de realidades vividas en el universo fenoménico, pero lo que este significa encuentra sus motivos en lo que es el hombre. Y en no pocas ocasiones la acción existencial que nos llega por la historia hecha crónica obvia lo que el arte debe mostrar, que es en su sustancialización la eternidad del genio y alma humana con raíces en una cultura y en un pueblo, con un ethos y ethnos nativo salido de las fuerzas de la vida de una tierra. Por este motivo surge la imagen espiritual de la imaginación que llamamos mito y leyenda, una fuente con tal posibilidad plástica que el poeta se ve inmerso en él y en no pocas ocasiones enfoca su creación en plasmarlo.

Contra la consideración de que el mito solo es una expresión protohistórica con la cual viejos y antiguos pueblos se daban su fundación en el pasado nosotros afirmamos que el mito directa o indirectamente legado nosotros, por ser el resultado de la creencia en sí mismo de un grupo humano con una identidad bien definida y además ser una creación colectiva nos habla del ser en estado puro. Por consiguiente refleja un modo orgánico de ligar y legar una identidad. No es intelectual sino vivencial, y por ende capaz de tener la fuerza de generar el poder creador de un hombre con vocación artística, y como decía Wagner, que a través de ese hombre hable todo un pueblo.

Pero he aquí una diferencia importante: mientras que el mito de los antiguos en la escena les mostraba el semblante de aquellos héroes que llegaban a explicar su cultura y todo su desarrollo, en nuestro caso nos encontramos con que el drama de nuestro tiempo y del porvenir siempre retratará más que narrar. El mito con Wagner se hace hombre real. Los límites infinitos del alma fáustica de Occidente, como nos decía Spengler, tiene esta coronación posible mediante las obras maestras de nuestra literatura. La acción en el teatro occidental se confiere a sí mismo la facultad de ser el narrador de un ser humano que está siendo retratado. Sin embargo, vuelve a ser convincente el argumento de usar la leyenda y el mito como elemento constitutivo de la imaginación dramática, y la razón es simple: mientras que en la historia y en sus personajes la semblanza que se haga en la escena, generalmente, conllevará un atentado a lo que fueron en sí, el mito y la leyenda tienen posibilidades libérrimas para dar al poeta justamente ese estado inequívoco de mirada personal sin que pueda deformar la visión que sí se puede hacer con la historia. Cuando hablamos de mito siempre hemos de acudir precisamente donde encontramos que hay una explicación sobre el origen o bien se haya el hecho constitutivo de una cultura. Realmente en Europa no se han empleado como motivos esas leyendas tal y como sí que se hizo en el mundo antiguo por la sencilla razón de que nuestra mirada hacia toda forma de pasado suele estar revestida de historicismo, y no solo eso, sino que además asumimos en gran parte un mito intelectualizado del panteón olímpico grecolatino vuelto en muchos movimientos estéticos de nuestra historia occidental como temas canónicos. Que tengamos una mayor consideración a todo lo que pueda posibilitar una homologación entre lo que hemos imaginado y pudo haber sucedido en aquel lugar y en aquel tiempo que se recrea en la obra poética nos hace reflexionar seriamente en si es posible hallar en la historia el mejor elemento que puede inspirar al poeta. Naturalmente, en las manos de los más grandes e inmortales es posible, pero no nos debe hacer obviar sus limitaciones este hecho a todas luces visible para quien encuentra que la verdad del arte es lo humano, no la precisión en los sucesos reales.

Es por esto por lo que podemos imaginar de un modo clarividente que el poeta dramático siempre acude a buscar la mejor expresión que acerque la esencia humana a la creación poética y artística. Esta esencia poética solamente puede provenir de la leyenda y del mito, porque toda construcción histórica exigiría que se debiera hacer un trabajo erudito que redundaría en la verdad pero no en la plasticidad y en la acción. Por esto, siempre las etapas que tienen el color del misterio y la capacidad de presentar leyendas que surgen del pueblo son el tema idóneo para no solo hacer la identidad de un pueblo en el presente, sino que además despiertan el sentido de los símbolos en los que vivimos al llevarnos a su significado íntimo, que tal vez fue por nosotros de alguna manera olvidado. Al fin y al cabo lo que recibimos es más que lo que descubrimos, y por consiguiente la semiótica es quizá más importante en el arte que la gnoseología. Esto también era pensado así por Richard Wagner:

«Abandoné de una vez por todas el terreno de la historia y me instalé en el de la leyenda… Todos los detalles necesarios para describir y representar el hecho histórico y sus accidentes, todos los detalles que exige, para ser perfectamente comprendida, una época de la historia específica y alejada de nosotros y que los autores contemporáneos de dramas y novelas históricos deducen, por tal razón, de manera tan circunstanciada, podía dejarlos de lado… La leyenda, pertenezca a la época y nación que pertenezca, tiene la ventaja de comprender exclusivamente lo que esta época y esta nación tienen de puramente humano y de presentarlo de una forma notablemente original y, por ello, inteligible a primera vista. Una balada, un estribillo popular bastan para representarnos en un instante ese carácter con los rasgos mejor fijados y más percusivos. El carácter de la escena y el tono de la leyenda contribuyen juntos a embarcar al espíritu en ese estado de sueño que le conduce bien pronto a la plena clarividencia y el espíritu descubre entonces un nuevo encadenamiento de los fenómenos del mundo, que sus ojos no podían percibir en el estado ordinario de vigilia».

Sí, la clarividencia del hombre que siente de modo intuitivo es lo que crea, y esto lo decía Schopenhauer, la obra del genio, lo que es expresado en el fondo no tanto por una persona tomada de modo individual, sino que por el contrario en ella se reúne el deseo recóndito de un pueblo, y por esto es posible que pueda hablar con gran claridad, y no solo para su época. La leyenda es la esencia humana del arquetipo, el símbolo que esconde una enseñanza que procede de nuestros ancestros, y es en esta característica en lo que encontramos que solo mediante un acercamiento a nuestra historia desde esta naturaleza puede hacerse la obra poética. Además, no hemos de olvidar un solo instante que si el hombre tiene el mito no es por inventar, sino que por el contrario este hace posible la labor del vidente, de quien puede encontrar la esencia de las cosas, y además llenarlas de la plasticidad que necesitan para ser inteligibles, mientras que la historia es una ciencia, pero no un arte, y además para el arte de muy poco sirve. Aquí puede que sea algo confuso lo que digo, y por eso me explico: la historia tiene una labor subsidiaria en el drama, y la razón es que puede deformar lo que fue, mientras que es un excelente apoyo en el creador que desee hacer razonable la leyenda y darla un contenido de realidad. La historia guarda la forma externa de los acontecimientos con una fidelidad a lo fenoménico y al campo de la acción humana, mientras que la leyenda y el mito lo que nos legan es la esencia que siempre se ha de descubrir y encontrar en las expresiones que tenemos de ella. No se puede crear una obra de arte vital si esta descansa sobre consideraciones meramente intelectuales y de un estilo o movimiento artístico muy concreto.

Richard Wagner veía de este modo esto que aquí estamos describiendo:

«El único cuadro de la vida humana que puede ser llamado poético es aquel en el que los motivos que no tienen sentido más que para la inteligencia abstracta, hacen sitio a los móviles puramente humanos que gobiernan el corazón. Esta tendencia (la relativa a la invención del asunto poético) es la ley soberana que rige la forma y la representación poética… El arreglo rítmico y el ornamento (casi musical) de la rima son para el poeta medios que aseguran al verso, a la frase, un poder que cautiva como un hechizo y que gobierna a su grado al sentimiento. Esencial para el poeta esta tendencia le conduce hasta los límites de su arte, límites que rozan inmediatamente los de la música y, por consiguiente, la obra más completa del poeta debería ser aquella que, en su perfección última, fuera una música perfecta. De aquí, me veía necesariamente conducido a designar al mito como material ideal del poeta. El mito es el poema primitivo y anónimo del pueblo y lo encontramos recuperado en todas las épocas, reelaborado otra vez sin descanso por los grandes poetas de los períodos cultivados. En el mito, en efecto, las relaciones humanas se despojan casi completamente de su forma convencional y sólo inteligible para la razón abstracta; muestran lo que la vida tiene de verdaderamente humano, de eternamente comprensible y lo muestran bajo esa forma concreta, excluyente de toda imitación, que otorga a todos los mitos verdaderos su carácter individual que reconoceréis a primera vista».

Un ejemplo puede ilustrar las diferencias cualitativas que Wagner comenzó a observar. En el año 1841 en Berlín, por voluntad del rey Federico Guillermo IV, se hizo una representación de la Antígona de Sófocles que trataba de ser lo más exacta posible a cómo lo pudo ser en el teatro ateniense con la convocatoria a un evento social de toda la corte y cuerpos diplomáticos. El atrezzo y quizá el ademán de los intérpretes, así como la dirección de escena tal vez pudieron hallar un estado de gracia sin igual y alcanzar a simular y emular el modo de representar de los atenienses de los tiempos de Esquilo. Sin embargo ante la imposibilidad de encontrar la música griega se volvió necesario componer una partitura, y este cometido de tan alta responsabilidad recayó en las manos del genial Félix Mendelsohn. Pero el gran maestro poco podía hacer al tratar de encontrar el modo de comunicarse con una música para él y para nosotros ignota. No tuvo otro remedio que reuna partitura coral de impronta bachiana para solventar este imposible histórico. Evidentemente este experimento estético no pudo lograr implantación de ninguna de las maneras y Wagner entendió, tal y como dice en sus ensayos que la fuente griega es un ejemplo de forma y contenido, pero que el nuevo arte que él trataba de plantear y preconizaba ya en sus tempranos trabajos, aun siendo óperas debía buscar su propia lógica y naturaleza en el universo espiritual europeo.

Es indiscutible que el Romanticismo en Alemania fue un movimiento con unos caracteres que podemos explicar como de rescate de todo lo que es orgánico y popular. El volksgeist, el espíritu del pueblo, fue la preocupación de los autores como Herder o T ieck, como los hermanos Grimm o Novalis, poetas y recopiladores de los cantos populares y de las leyendas alemanas y europeas, tratadas como un tesoro y ejes de creaciones posteriores. Fue de este impulso inmediatamente anterior del cual Wagner en no pocas ocasiones por no decir en casi todas halló los temas para sus trabajos. Se trata de encontrar la raíz misma del pueblo lo que preocupaba a estos autores y a todos los románticos. Y no solo eso, sino que también tuvieron una enorme dedicación y preocupación por la cultura griega.

Wagner por ello quería instaurar una nueva forma de hacer arte con los pilares del mundo griego, pero siendo expresión posible dentro de las amplias posibilidades que tenemos gracias al desarrollo de nuestras artes en nuestra civilización y con los temas y contenidos de su patria y de Europa en general. Es por esto por lo que podemos fijar en esto una concomitancia con lo que ocurrió para la creación de la tragedia griega a la hora de explicar un poco cómo nosotros hemos podido hacer nuestras las formas que crearon los griegos, y si las hicimos nuestras fue en base a darlas un contenido que no tuvo en aquella lejana cultura, e incluso las adulteró con la intelectualización ante la cual Wagner presentó batalla para devolverlas sus principios fundamentales. La tragedia ática tiene una serie de diferencias con nuestra experiencia dramática en general, y se puede decir que en esto comienza a haber justamente en el desarrollo de los teatros nacionales europeos una diferenciación de lo que fue en Grecia en sus principios. Como se sabe era una festividad que se celebraba en honor de Dionisos, generalmente en marzo y con siete días de representaciones en donde se daba por cada autor una tetralogía compuesta por una trilogía trágica y una obra desenfadada, y esto se cumplía a rajatabla por ser justamente una tradición que venía a establecerse como elemento de la devoción religiosa, que con estas formas representaban a los héroes y hombres de las sagas para honrar a los dioses y dar un ejemplo vívido de la vida de los hombres bajo el mandato de los dioses olímpicos. Los temas eran los de la comunidad, y el poeta creaba la imagen más potente posible de lo que era sentido y sabido por todos los miembros de ese pueblo. Wagner presentaba la evidencia de que el hecho sacro verticaliza al arte para darle la altura y soberanía necesaria para acometer con profundidad una empresa. También constataba que cuando el arte se pierde en su estética por estética, en la fórmula del arte por el arte perdía sus referentes cardinales, y en consecuencia la restauración de esto es de por sí una revolución. A su mujer Cosima le dijo en 1882 que La Orestiada de Esquilo es la única obra de arte perfecta dado que el pueblo tiene su parte. Suma con su significado a los hombres a una identidad común. Para Wagner los sucesores no estuvieron a la altura por dar al teatro razones de entretenimiento y divertimento meramente pasajeros que ya se hace manifiesto en el Eurípides del helenismo y en su continuador romano Séneca. Se perdió el teatro cuando su función religiosa dejó de representar su fin.

Lo que comenzó como muestra de fervor religioso y la escuela de educación del pueblo podemos decir que muy pronto, en este theatron construido en la ladera de las montañas, se convirtió en el elemento que más ha inspirado a la posterior cultura. El campo de acción que sentaron los helenos en las artes fue el que más tarde ha sido seguido por nuestra cultura, y podemos decir que el teatro ha sido lo que quizá no se ha podido realizar con las disposiciones necesarias fundamentales entre la finalidad con la que nació la tragedia ática y lo que es en nuestros días el mundo teatral. En el mundo helénico, la posición que se tomaba ante la tragedia no solo era la de una concentración del hombre en aquellos arquetipos que le eran inherentes, y por lo tanto ejercía una fuerza centrípeta en el modo en que hacía la identidad de este pueblo, sino que además era considerado una escuela en la que todo el público, como una comunidad ideal y con las mismas creencias, asistía motivado por la fuerza que tenía motriz para el espíritu de aquella comunidad la representación material de lo que siempre habían escuchado y constituía su patrimonio espiritual. Entender que el heleno no sintió la necesidad trágica como un fin que consistía en presenciar un simple espectáculo ya nos da el alcance de las ideas que estaban en el inconsciente helénico sobre el arte y sobre lo que en la escena sería representado como una continuidad de temas siempre realizados mejor o peor por los poetas que debían ganar el certamen de cada año. La capital de la tragedia fue hecha por los atenienses, los hombres que en el arte fijaron la seriedad que otros de su misma raza fijaron en lo político y guerrero, como los espartanos. No podía nacer del genio de Esquilo otra cosa que un tema sagrado, un canto que todos conocían y que el poeta escenificaba mediante los actores y con el pago de los ciudadanos ricos que lo consideraban un motivo de orgullo y honra. Sería imposible en aquel nacimiento del arte dramático imaginar que la percepción personal pudiera hacer su aparición y permanecer sin que se hubiera mostrado una enérgica oposición, sino que por el contrario ya de por sí el alcance de lo sagrado hacía que el objeto fuera objetivo en su fin, porque todos podían comprenderlo. Lo que hacía grande a un poeta no era su inventiva, sino por el contrario su modo de acercar lo que siempre había sido recordado de un pasado fabuloso fundacional, fundamental para no solo crear el universo en el que se ha de mover una cultura, que hacía la psique colectiva de aquel tiempo. Esto hace que veamos en el nacimiento de la tragedia, así como su homologación en el medievo, un motivo de una enorme seriedad y gravedad que no puede entenderse desde el punto de vista de lo que estamos acostumbrados a encontrarnos en nuestro tiempo en donde no existen los referentes, o bien estos, siempre el mito o la leyenda queda como un recuerdo añejo que siempre reaparece aderezado con otras circunstancias, y por lo tanto es muy posible que en toda la creación que se hace quede solo argumentos que han de descubrir los espectadores de nuevas. Todo esto, cuando la tragedia era el género que tenía un fin sacro y de alcance no solo estético sino que llegaba a sostener la moral y las buenas costumbres de aquella sociedad fue siempre con el fundamento del mito. Como podemos llegar a observar, lo que nosotros podamos hacer en el campo del arte solo será llevar más lejos lo que fue intuido por los hombres de aquella tierra que nos han dado la cultura, y que en muchos casos no hemos podido emular.

Se dice que aquel tiempo es cuando pudo hacerse posible el más auténtico sentimiento de lo dramático en el pueblo como conjunto de una comunidad. Hay que decir que donde lo sagrado es lo que trata de ensalzar el arte es posible que la seriedad y gravedad de lo que se haga no pueda ser destruida por ningún medio, sino que por el contrario allá donde pueda aparecer como factible la desaparición del significado del símbolo este siempre quedará guardado en la obra de arte. Lo que no puede hacer que permanezca una forma de expresarse es cuando esta sufre el elemento del olvido de qué sentimiento era el que movía para que pudiera ser aceptada esa obra de arte como parte consustancial a la vida de los hombres. Si hay un verdadero arte que hasta esconde que es arte y expresión de un pueblo que se interpreta a sí mismo es cuando puede llegar a estar constituido en lo cotidiano. La tragedia, como tal, era una escuela de educación de los ciudadanos, y por si fuera poco esto, además contenía la representación hecha carne del arquetipo o espíritu consciente de un pueblo que no solo se siente a sí mismo. Esta interpretación de sí mismo y del modo de sentir la vida es lo que nos hace pensar con mucho detenimiento en lo que pueden hacer los medios de los que se dispone creadores y de la responsabilidad que tiene el artista para no rebajar el nivel ético, la conducta activa de una sociedad, a través de la obra de arte. Esto es lo que verdaderamente nos acerca al modo en que sentían los poetas griegos el hecho de representar para sus compatriotas los mitos que servían para mostrar una moral profunda y un sentido de la existencia en aquella comunidad organizada. La diversión y la tragedia no eran sinónimas, sino que por el contrario en aquel lugar y tiempo la expresión del arquetipo de un pueblo generaba la catarsis que identificaba el origen y a quienes lo contemplaban, todo ello unido al fervor religioso. Se entiende entonces que la tragedia fuera sagrada y no como en nuestros tiempos un medio más de entretenimiento tal y como nosotros hemos llegado a comprender nuestras formas teatrales. Esto no quiere decir que el paso del tiempo no hiciera que esta suerte sufriera este pueblo, y cuando aparece la comedia se ve pronto que desplaza a esta expresión más amplia de significados profundos y unidos al suelo y acervo de un pueblo que los llega a comprender como suyos, y que por esto no tiene el menor impedimento para estar presente y comprender o llegar a saber de lo que se está poniendo en la escena. Si esto fue lo que animó al espíritu helénico nuestra reflexión sobre nuestra expresión artística es hacer posible que pueda darse al menos este supuesto en una medida aceptable, aún más cuando sabemos que lo que está guardado en el inconsciente es un elemento común a todo el género humano, sea de la raza que sea, y que también es por esto por lo que se puede decir que es algo a descubrir por los hombres de cada raza y pueblo.

Los tiempos de la tragedia fueron pronto desplazándose hasta desaparecer paulatinamente, porque aquel espíritu de proporciones que haga un espejo del hombre más cercano a lo divino que a lo terrenal fue cediendo ante la inercia de propia vida y de cómo era sentida una nueva moral hasta que no solo es que apareciera la comedia con su Aristófanes en el firmamento, sino que la tragedia que ya nos llegan serán las de un romano, Séneca, que nada tendrá del espíritu olímpico de Esquilo y sí mucho de lo terrenal y telúrico en su forma de acercarse a las mismas figuras.

El pensamiento que esto nos hace reseñar como fundamental para entender esto es que a grandes rasgos lo que solo puede traer esto es que no solo hayan cambiado los modos de percibir al hombre, ya sin nada que lo conecte tanto con lo trascendente, sino que también podemos ver que los elementos de seriedad del theatron han recaído cuando ya no es el arquetipo lo que se trata de reflejar y ejemplificar, sino que por el contrario lo que surgirá es el hombre típico que en aquellos tiempos abundaba y siempre abunda, aquel que no es símbolo ni significado porque es anónimo. Ya no hay un fin de unir a los hombres en lo espiritual como consciencia en el acercamiento a la identidad, sino que todos estos fines educativos y restantes son trasladados por lo que podemos denominar como entretenimiento. De la comedia al circo con fieras y gladiadores ya no queda mucho si es comparado con los juegos en Olimpia y la tragedia que se hace cada año en Atenas como muestra del espíritu de toda una raza y de qué es lo que representan para sí mismos y para la posteridad que de ellos necesariamente ha de beber y recibir los frutos que ella le ha de entregar, y que le entregará en todo, en completamente todo aquello que el conocimiento, el saber y la belleza pueda hacer el hombre de ayer, de hoy y del mañana. Solo son ellos los verdaderos maestros en todos los órdenes que se han mirar con la admiración incondicional, porque solo nuestra cultura ha contribuido por sí misma en el arte con la música, ya que en las demás artes la influencia de los helenos en todo lo que hemos hecho es manifiesta en todas las épocas que nos puedan venir a la memoria. Nuestra tradición la han sentado ellos, y nuestro fin estético solo puede beber de aquellas enseñanzas que ellos nos han dado superando el margen de los siglos. No podemos más que aprender lo que podemos discernir de toda aquella cosmovisión que siempre en nuestra historia hemos tratado de imitar o emular. El error de toda emulación es que siempre se acaba por entrever solo lo que fueron la estética, pero olvidamos la genética que hizo que aquello fuera posible, lo que está debajo como raíz que alimenta lo que nosotros percibimos que fue la manifestación externa. El hombre de aquel mundo no puede entenderse si no es por la seriedad que se tomaba en todo aquello que fuera reflejo de su propia naturaleza. Que el arte tuviera un sentido no solo de expresión de lo bello sino que contrajera una responsabilidad que abría el deseo de hacer la propia humanidad como el fin por el que el arte estaba preparado a asumir la función de rector del espíritu humano es lo que debemos siempre recordar de lo que hemos visto solo como una búsqueda de la belleza por el hombre griego.

Sin duda, de lo que estamos seguros al observar todos estos detalles que vamos enumerando es que nos hallamos ante lo serio de la concepción y visión de la forma, no tanto porque esto sea una necesidad que puede provenir de una vanidad más o menos velada de la que podamos ser acusadores nosotros, sino porque la seriedad del arte de los griegos provenía de cómo sintieron la vida. Los latidos de toda la mirada trágica es siempre la de hacer del hombre un ser superior a lo que es en su nacimiento y el canto que alaba la gloria de quien por sus actos llega a hacer esto en sí mismo y fuera de sí mismo. Que tal concepción podamos comprenderla solo podrá provenir de cómo estemos en armonía con el propio nacimiento de nuestra cultura, que en quienes la inspiraron se ven los mismos valores si se comparan con los que sintió el hombre de la Antigüedad de la que siempre nos servimos para que nos guíe en nuestro acercamiento y planteamiento de todo lo habido y por haber.

Por desgracia, hoy sabemos que hubo entre los tres siglos en que existió el teatro ateniense más de dos mil obras, y nosotros apenas solo tenemos por el paso de los siglos ante nosotros unas cincuenta o sesenta. Sabemos por ejemplo que Esquilo llegó a escribir más de setenta obras, pero nosotros tan solo tenemos su Orestíada y cuatro más sueltas, y además las de Sófocles y Eurípides también no están reunidas en las trilogías en las que se representaban. Es por esto por lo que apenas podemos decir cómo fue su experiencia creativa, más bien podemos intuirla gracias a unas altas dosis de imaginación y de sugestión por nuestra parte, y de alguna forma a una especie de catarsis, que nos permite sentir en cierto modo como ellos sintieron. De nuevo, el mito es para nosotros el verdadero conocimiento, porque de los griegos tenemos su esencia ideal, la que sobrevive, no lo que fue su presencia real, que aunque sí que también nos ha dado una serie de detalles de cómo eran no siempre hemos sabido dar el contenido ajustado a estos signos y tenemos de ellos en algunos aspectos ideas inexactas, sobre todo porque usamos palabras que proceden de ellos con significados que están degradados, o bien son en cierto modo un viejo odre que llenamos con nuestro joven vino.

El espíritu griego es una garantía para aquel que extrae de él sus más recónditas enseñanzas, porque de lo que se trata no es de otra cosa más que de poner especial énfasis en cómo puede sentirse el arte cuando este contiene significados que todos pueden sentir como propios. La creación de la tragedia puede considerarse como un verdadero milagro de incalculables consecuencias para el arte en cualquier expresión que haya venido posteriormente desde el tiempo en que se dio esa civilización. Nuestro pensamiento es siempre unificador y trata de encontrar todo el símbolo que hay tras esta manera de expresar el espíritu de un tiempo. Unimos aquello que puede ser un ejemplo del que podemos beber y del que queremos extraer una enseñanza. Aprender de nosotros mismos y de los clásicos del mundo antiguo es quizá ejercicios que son casi inexcusables para el que consagra su vida a fines estéticos. Entendemos que en muchas ocasiones pueda parecer que el esfuerzo es en vano cuando los tiempos no invitan a ello y estamos en cierto sentido contra ellos, pero esto no es en el fondo más importante para el esfuerzo de lo que puede resultar el modo en que percibimos que ha de ser nuestro acercamiento a esas enseñanzas que queremos aprehender y guardarlas como un tesoro del que podemos beber. Los griegos son los que mejor pueden enseñarnos cómo habrá de ser la fisonomía de ese drama, la lírica de esa poética y el melos de esa música que pondremos en escena. En ocasiones podemos llegar incluso a representarnos a nosotros mismos como montaraces que no descansan de marchar a través de sus ideas para explicarse a sí mismos qué es lo que guía que se deba tener todos estos maestros para dar verdadero sentido y finalidad a la expresión artística.

Sin embargo, que se deban hacer todas estas consideraciones solo puede provenir de la necesidad interior de encontrar el modo en que nos hemos de percibir a nosotros mismos y cómo hemos de explicarnos que los acontecimientos tengan para nosotros una significación en el pasado y también en el presente. Que sea así solo puede tener como más alta finalidad la permanencia que deseamos conferir al drama como expresión de nuestros fines estéticos y para nuestros ideales sobre el hombre y sobre el arte. Los problemas que nos hacen ser distintos no son más que de grados pero no tanto de tendencia. Aún en nosotros es concebible el arte integrador de las disciplinas que se han desarrollado hasta postreras consecuencias en muchas ocasiones de modo individualizado.

Para nosotros la distancia de la tragedia proviene de que hemos de hacer nuestra expresión. Ya desde antiguo nuestros actores no se presentan enmascarados para hacer más arquetípica la acción sino que los actores nos presentan su semblante por el que transcurre la acción como por la poesía y la música. La forma de nuestro teatro no puede ser tomada como modelo más que como elementos y no como fin en sí. Nosotros emplearemos los medios de los que disponemos en nuestro tiempo para que sea posible conseguir que el ideal de la tragedia que se daba en los tiempos de los helenos en nuestras manos y nuestra visión de la identidad de Europa a través de nuestro patrimonio sagrado sea el que pueda darnos la finalidad de alcanzar la expresión del drama como catarsis de la cultura occidental. Lo profundo de nuestro sentir ha de quedar expresado en las formas de arte que empleemos, y si la integral puede resultar de unir las artes separadas ha de crear este estado de formación del inconsciente mediante un contacto que se hace a través de lo consciente. Entendemos que la forma del drama es el resultado de nuestra reflexión y necesidad al mirar al pasado, pero es de este modo cómo haremos el porvenir como tal.

Como se sabe, desde este aspecto, la profundidad del género dramático se reviste de una profundidad aún mayor que a muchos les parecerá que es harto improbable que pueda volver a resurgir, y sobre todo porque se tienen que dar circunstancias más o menos similares que amparen que surja este modo de sentir la creación dramática. En los términos que podemos denominar como históricos observamos con ojo penetrante que en lo que concierne a todo intento de simple emulación en los tiempos que se han denominado como modernos ha fracasado. Los que han querido llevar más lejos han sido los franceses del siglo XVII, y el resultado es que simplemente una nueva elaboración de los que se trataba de los hechos fundacionales de aquella sociedad no podía ser un esfuerzo creador que pudiera sostenerse como tal en una cultura que debía encontrar aquellos referentes que los griegos tenían en la materia troyana o en la mitología más en la edad de caballería de nuestro medievo. Ya dije cuando tratamos la poesía que la mera imitación de los mismos argumentos no tiene el menor valor para otro tiempo y otra cultura, y hemos de ser conscientes que lo que podemos salvar del espíritu griego es justamente cómo plantearon este arte y por qué hicieron este arte. Lo que puede el hombre del presente y del porvenir hacer con las obras que nos han llegado de aquel tiempo fundacional es aprender justamente de ellas, porque todo dramaturgo ha de saber de dónde viene precisamente su arte. Que los hombres como Racine o Corneille no pudieran volver a resucitar un género por ser imitativo en su alcance e intención es natural, y a decir verdad muy poco de alcance humano podían tener aquellas criaturas cuando nacían más para un tipo de público muy formado y palaciego. El equilibrio que podemos poner en una balanza entre el teatro de tinte completamente popular, y populachero, que se pudo de dar en nuestros corrales o en los teatros isabelinos, y el cultista de los franceses, llegando a la pedantería, es que ni uno ni otro nacía por una necesidad estética y de verdad que es necesario mostrar, sino que por el contrario su modo de aparición en todos los aspectos es circunstancial. Que a la realeza siempre le haya gustado este tipo de teatro imitativo del griego con fórmulas barrocas, el aderezo inevitablemente no puede faltar, también lo tenemos en nuestra patria con Calderón y sus obras hechas expresamente para el teatro del palacio de la Zarzuela, con maquinarias y cambios de escenario, y donde se representaron las dos partes de “La hija del aire”, por poner un ejemplo. De esto que estamos hablando a vuelapluma puede decirse que es un elemento que hemos de encontrarnos y tratar sobre cómo ha sido nuestro teatro en tiempos modernos.

El continuum creativo puede decirse que no es perenne, y cuando surgen en el horizonte las figuras de los clásicos apenas queda que decir que ha llegado el momento de los epígonos. Esto tampoco es el fin, porque el hombre que recibe un talento y además es un genio puede nacer en tiempos en donde todo aún está por hacer o entre epígonos. Lo que nos sorprende es, sin duda, cómo la fuerza dramática de los teatros nacionales ha ido pasando de un lugar a otro y en muchas ocasiones no se ha dado una constante. Es como si unas circunstancias externas tuvieran mucho que decir para que surja el talento. En tales casos hemos de pensar que el profundo significado que puede tener el tiempo es en muchos aspectos una circunstancia decisiva cuando tratamos este tipo de asuntos. No obstante, hemos de decir que no es suficiente, como hemos dicho, para la aparición de una fuerte vocación que se halle dotada de genio creador. El drama de nuestro tiempo solo puede surgir en unas circunstancias muy concretas, lo cual hace que el que sienta que dentro de sí lleva este modo de crear y de sentir hará que se ponga estéticamente en contra del tiempo en el que nos encontramos, y la razón que nos hace tomar esta determinación no es otra que la imposibilidad de nuestro presente para darse el arte como expresión más genuina del ser de toda una comunidad. Que una forma de arte pueda aspirar a integrarse en una comunidad es solo comprensible cuando esta trata asuntos que están guardados en el inconsciente colectivo, el cual trasciende toda moda y forma de una época.

Como pilar de la cultura que nos ha llegado de los clásicos la que más ha preocupado a los hombres occidentales ha sido dar alcance y emular a la tragedia ática. A decir verdad, esta conciencia de la cuestión dramática en todo su alcance llega a ser una preocupación que nace en tiempos recientes, y coincide con la decadencia que sufrirá el acercamiento a la obra de Séneca y la revalorización paulatina de Esquilo y Sófocles. Sin ir al terreno más erudito y solo al alcance de quienes podían recibir una formación en las escuelas catedralicias que más tarde se convirtieron en las universidades de Europa nos encontramos ante la aparición del germen del drama moderno, que se deslindará verdaderamente de la visión ática en mucho y menos de la helenística que fue la de Eurípides o la de Séneca: las representaciones de la vida de Jesucristo, como es el Nacimiento o la Pasión. Con un primer tratamiento de omisión al hecho dramático por parte de la Iglesia en los primeros siglos de existencia más tarde se reconsideró que la representación de las escenas más importantes de la fe pudieran ser un sostén para las creencias de los fieles y medio de magisterio, de ejemplarización que permitiese al hombre vivir con intensidad su fe. Tal y como nació, su aparición fue unida a la visión de estas representaciones fuera de las iglesias, o bien también en el interior del propio templo. Tal y como se fue desarrollando esta visión de la fe fue apareciendo también de modo popular el juglar, que al cantar las hazañas de los héroes de las poesías pronto se llegó a la pantomima en la narración, para más tarde en un estado germinal varios que acompañaban a estas caravanas itinerantes asumir partes en los cantos y las historias que ya circulaban a lo largo y ancho del continente y que paulatinamente llegaban a todos los lugares.

El fin de una era la ilustración más sentida e imborrable de lo sagrado, mientras que la segunda era más bien en un plano de existencia más cercano a la realidad cotidiana una exaltación de los valores de aquella sociedad y el entretenimiento de los que asistían. Se podría decir que ambas podían tener un fin formativo, pues una hacía que la historia del redentor no fuera lejana y así pudiera estar presente en la imaginación de las personas, mientras que la otra iba creando el sustrato de la cultura y el conjunto del que beberían las creaciones literarias posteriores, que en muchas ocasiones eran invención o reflejo idealizado de la realidad, o también podemos rastrear sin ambages la supervivencia de las formas paganas y de la cultura que se daba en aquellos tiempos pero en estos tiempos cristianizada y ya puesta en marcha con la caballería, así que las sagas o canciones de gesta, del mismo modo que los mitos fundacionales o las alegorías pronto estuvieron en el imaginario colectivo, si es que alguna vez pudieron desaparecer, gracias a estas creaciones poéticas a las que pronto se las estimuló con la pantomima. El tiempo hizo que perdiera relevancia la creatividad en el campo sacro y la inventiva se pusiera en marcha más con ocasión del auge que se debió ir sucediendo a medida que debió aparecer la figura del cómico itinerante, que ya poco a poco se alejaba del juglar en la formación humanista y también en el alcance de lo que hacía, aunque esta distancia no hemos de imaginarla como enorme y podemos decir que hasta que no aparecen compañías permanentes de comediantes y teatros, estatales o privados, la vida de estos hombres que entretenían a las gentes siempre ha sido muy parecido. El motivo por el que se dio este auge lo debemos estimar con el refinamiento y fin de los públicos a los que estos a medida que pasaba el tiempo se fueron dirigiendo. Pronto se hizo, usaremos la expresión italiana para entenderlo mejor en lo que es para las tablas, la commedia dal arte, y que en líneas generales tenía unos tópicos bastante habituales que se repetían. Tal cosa no es un fenómeno de aquel lejano tiempo sino que por el contrario hoy en día lo podemos rastrear también en las formas creativas que existen en el cine, que ha hecho que se abran unas posibilidades en escena infinitas para el arte dramático. Con esto no hablo de temas en sí, sino que a lo que hago mención es a la inoperancia del poder creador de la expresión dramática que es visible en las mejores creaciones del teatro europeo de todos los tiempos, y que lo acerca a la t ragedia ática. No podemos nunca dejar de encontrar allá donde está la raíz las más claras enseñanzas que debemos mostrarnos a nosotros mismos y demostrar lo que está siempre en la tradición que ha formado el arte que se continúa. Sin embargo, esta continuación no puede ser tal y como se ha hecho el camino en aquellos lejanos tiempos, y esto nos hace preguntarnos si lo único que podemos coger de aquellos tiempos son los términos para designar una actividad similar pero que queda deslindado del modelo del que siempre hemos querido beber sin darnos cuenta que aquel tiempo tuvo que ser un mundo que es completamente ajeno a nosotros, y que solo se puede acercar el hombre de hoy a esos modelos por la emulación. El acervo del hombre occidental sí que está diferenciado de la tradición que denominamos clásica, y esto hemos de tenerlo presente a la hora de considerar cómo habrá de ser nuestro desarrollo y lo entrevió el maestro de hecho.

La tradición teatral de nuestra cultura se ha ido siempre desarrollando a través de polos temporales, sin que se puede decir que en algún lugar haya quedado indefinidamente el desarrollo de su más alta expresión. Esto ha conferido a la expresión dramática de unas características completamente nacionales, y además en directa relación con el desarrollo de sus literaturas o expresiones en poesía y prosa. También podemos encontrar que gran parte de la idiosincrasia de los pueblos se encuentra especificado en las materias escogidas y en el modo de tratar la forma teatral. En realidad, si siempre es la expresión de vida, podemos comprender que se hayan dado todas las formas de creación y de fines en las tablas y que los argumentos sean de la más variada especie. También se puede decir que las naciones que han tenido un teatro nacional se han encontrado con unos géneros que les eran consustanciales a sus metas, y así los españoles tuvieron la comedia de capa y espada, los franceses la comedia y la imitación de tragedias antiguas, los ingleses representaron con Shakespeare muy bien el histórico y el legendario histórico, los alemanes en tiempos de Schiller el histórico de nuevo…, como se ve, en lo que respecta a todo lo que es la continuidad de la expresión tiene mucho que ver en todo esto las circunstancias concretas, y esto es lo que se deduce finalmente de lo que estamos hablando si entendemos que la forma teatral obedece a circunstancias.

Nosotros no hemos descubierto nuestros mitos y leyendas y tan solo podemos decir que Shakespeare en la tradición más puramente teatral ha intuido que nosotros hemos de mirar a los ecos que nos llegan en muchas ocasiones del medievo para explicarnos a nosotros mismos lo que somos propiamente. No siempre se ha considerado esta virtud de humanización de los nebulosos personajes como Hamlet, Lear o Machbeth algo que deba ser enseñanza de la que se puede beber y encontrar necesaria para conseguir un verdadero retrato, sino que por el contrario puede darse el caso de que haya algunos que piensen que estas virtudes no son para nada destacables. Un hombre que siente la vocación dramática entiende que esta encarnación jamás puede hacerse con verdaderos personajes históricos. Tan solo el que hecho de que sean más fruto de los cuentos de los niños y que estén entre la realidad y la ficción es lo que verdaderamente puede hacer que existan por sí mismos como tal gracias precisamente al poeta. Pueden parecer odres viejos sobre los que se depositan vinos jóvenes, pero también nos demuestran algo que es digno de reflexión: somos herederos en todo, y cuando miramos al pasado es inevitable que deseemos encontrar enseñanzas con las cuales nosotros poder hacer nuestra labor en el espacio y el tiempo, a pesar de que sea probable que no sea el tiempo presente apropiado para el esfuerzo creador.

¿Sobre qué medida debemos contemplar la Antigüedad e inspirarnos en su modo de sentir la obra de arte? Hemos de tener presente que allá donde ponemos nuestra mirada observamos que no en todo pudieron ser como nosotros, sino que por el contrario tuvieron en muchos casos otro modo de ver el mundo. Si en el arte heleno hubo un tiempo de individualización tan solo comenzó a aparecer en los tiempos del helenismo, mientras que en su era clásica siempre se representó al ser humano como un arquetipo e idea, nunca de un modo individualizado. Es así como se explica que el sentido del mito pudiera ser el modo de conocimiento natural en la Hélade, mientras que para nosotros llega a tener una importancia enorme la historia, y además no solo la de nuestros tiempos sino que también nuestro interés se extiende hacia la historia de otras razas. Que el mito en el mundo griego sea el medio del conocimiento y fundamento del hecho estético nos hace reflexionar con mucha seriedad en el punto de divergencia que nosotros tenemos frente a ellos, ¿podría ser igual su skena a nuestra escena? ¿Se vería factible que el teatro levantado en una montaña y al aire libre tiene con nosotros una relación tan grande más allá de lo que es el nombre? ¿Nos debe preocupar la Poética de Aristóteles, en donde se habla de la necesidad de unidad de tiempo y espacio? Ante todas estas interrogantes, además, hemos de plantear esta otra: siempre el personaje es un hombre individualizado en las más altas creaciones poéticas de nuestra cultura, mientras que en la forma de crear helénica es imposible discernir qué hay de nuevo por parte del poeta, más allá de sus versos, y de la historia que emplea para hacer la escena. Estas distancias no son solamente la actitud en que se va a la escena sino que también nos enseña que en muchos aspectos nuestro acercamiento a aquellos tiempos es una interpretación libre, mitificamos Grecia y hacemos de ella un mito. Ciertamente este es el defecto o la costumbre generalizada en la historia de Europa, y si ha sido esto tan frecuente tan solo puede deberse a que instintivamente siempre hemos llegado a concebir que en el desarrollo humano no hubo tal vez que Grecia, del mismo modo que el estado mejor organizado de la historia fue Roma. Que ambas hayan sido tan naturales y habituales en la inspiración para los hombres de nuestro tiempo en todos los aspectos solo puede proceder de que ellos son nuestro mito. En un sentido estricto, tal y como lo sentían los griegos, nuestra tradición no pasa necesariamente y enteramente por ellos, pero si pensamos que en ellos siempre hay promesa de enseñanza y necesidad de conocimiento de todas sus expresiones es, desde luego, la constatación más evidente de que estamos ante un nuevo tipo de mito en la cultura y en el modo en que esta ha sido desarrollada en la cultura europea. Estas diferencias no pueden salvarse en realidad, sino que por el contrario lo único que puede hacernos afines es la pertenencia a una misma raza, lo cual nos puede permitir hacer factible que la sensibilidad de dos épocas separadas por muchos siglos pueda ser al menos en parte parecidas. Si incluso siempre nos preguntamos por la existencia de quienes ya nos quedan tan lejos y siempre buscamos un fin interior que pueda unirnos en gran parte con su cosmogonía demuestra que nos sentimos herederos de lo que estos hicieron antes de nosotros, y es imposible esconder que en esto tenemos ante nosotros el peso de la evidencia de quién es maestro y quién aprendiz en el modo de expresar lo que en el espíritu se quiere manifestar a través de las obras que denominamos como artísticas, y en este caso concreto, en el arte dramático que vamos a estudiar con detenimiento.

La forma poética del drama, es aquí donde hemos de poner de relieve de qué es de lo que se ha de revestir la forma en que la razón puede aparecer y la consciencia que la acción representa. Se ha dicho en muchas ocasiones que muchas de las frases, citas y versos que hay en cualquier obra dramática son susceptibles para ser trasladadas a la esfera de la vida que podemos denominar como cotidiana. Que de este modo, y de modo embrionario, la vieja dramaturgia europea de genios como Calderón nos pongan en alerta ante lo que es el objeto contemplado por el poeta lírico así como el épico inmerso en la representación escénica es siempre una reunión en la acción de lo que es la propia vida del hombre fuera de la escena. Cómo se consigue y los medios escénicos que puedan emplearse para que esto pueda llevarse a cabo hemos de entenderlo como la conclusión necesaria de alcanzar los objetivos que se fija la dramaturgia. La poesía, ya vimos, es la lengua embellecida, sí, pero también en su más alta ambición es el puente a las esferas celestes, una parte muy importante en el viaje por zonas inexploradas del alma humana y un modo de despertar del espíritu humano, de ver el mundo desde determinadas alturas y posiciones que concretan qué es el mundo. El poeta dramático, para lanzarse a la creación de seres humanos y que estos puedan representar a un ser humano individual se hacen esta pregunta, a veces de modo involuntario, ¿cómo es el mundo? Para el pensador esta pregunta es siempre lo sustancial, o búsqueda de lo que es esencial a cada objeto que contempla el pensamiento a través de los sentidos y de lo que discurre vivo dentro de nosotros con esta cuestión ¿qué es el mundo? Ciertamente el poeta dramático puede tener una gran relación en las expresiones que emplea y la realidad precisamente porque aun con todo lo que está mostrando con la acción es la contemplación de la acción subjetiva de muchos que siguen los dictados que pudo hacer la voluntad de vivir. La realidad que hay implícita en la poesía del drama es que es en su mejor expresión un sublime estado en el que aparece el diálogo humano, y en el verdadero maestro dramático las situaciones pueden transportarse a la realidad. Del mismo modo que en la creación se aspira a lugares ideales estos arquetipos al ser humanos se hacen realidades que pueden expresar lo que es el ser humano.

Las diferencias se muestran de un modo visible en el propio lenguaje que se emplea en la expresión dramática si es comparada con la épica, porque en el diálogo no existe ciertamente un poder de descripción mayor ni de narración, y esto hace que siempre se enfoque el tratamiento de las intenciones y de la voluntad de los personajes precisamente en dirección a una manera de expresarse y de sentir a través de las palabras su intención y voluntad, debemos comprender que al hablar con los otros es ciertamente sintomático de que solo puede entenderse con la acción lo que se está diciendo y la lógica del pensamiento y de lo que está ocurriendo en la escena. Aunque pueda existir la parte lírica y sea la que más embellece y describe al que está en escena, lo cierto es que en la mayor parte de las escenas lo que puede destacar el significado no es tanto lo que pueda sentir un hombre que siente de modo individual sino que por el contrario estamos precisamente ante la acción que es la que lleva el peso. La poesía es la que ha de llevar la parte de la acción inteligible para el espectador, y además es la parte que externamente es más explícita. Esto ya nos hace comprender que el poeta dramático no redunda en la belleza y proporción del lenguaje su principal estrategia para poder hacer visible la acción, sino que empleará por el contrario la descripción y movimientos que hacen los intérpretes y que hacen visible lo que realmente está ocurriendo en la escena. En base a la necesidad que tiene la poesía de someterse a la acción es raro que pueda darse con frecuencia un lirismo excesivo o la narración, que han de estar muy moderadas en la escena, aunque es lo lírico lo que más puede congeniar con el drama al embellecer la expresión, porque en el caso de la narración ya es todo el conjunto y las circunstancias que se están dibujando las que están haciendo la narración, no tanto cómo lo vean los personajes, y por eso solo la narración puede provenir de la propia dinámica de los acontecimientos que en escena se suceden y que tal vez necesiten una explicación porque no es el momento justo de la acción, sino el estado previo y primigenio del que deviene la acción que se está representando.

La poesía, por lo tanto, queda en un compromiso de más complejo resultado que en otros géneros en el drama, porque por un lado ha de hacer que a través del diálogo resuene lo que está ocurriendo, y en segundo lugar, debe centrar su expresión en dibujar aspectos concretos y solamente dejando el dominio del lirismo cuando lo que se trata de dibujar es la propia naturaleza del sentir de la acción por cada uno de los que la sienten. Así, vemos que debemos ahora decir algo al respecto: si la acción es interna, o bien es el sentimiento unívoco el que viene a darse en un tipo de escena en donde la psicología es la que hace su aparición la poesía cobra mayor importancia hasta ser la que realmente dice de modo tangible lo que está pasando, mientras que la música lo está enseñando con su devenir potenciando no ya lo racional de la expresión que se da en palabras sino la verdadera aproximación a cómo es el sentimiento que se da en quien lo siente dentro de sí, es decir, que hay ciertamente por la música en esas escenas una necesidad de mayor descripción.

Con gran detalle podemos proporcionar una razón por la que debemos encontrar la fuerza poética en el drama: se consigue mediante la alineación del argumento con los diálogos. Se puede considerar como la única forma en la que la poesía en el drama puede seguir en su finalidad de crear la atmósfera y el clima necesario así como la explicación implícita y explícita de la trama. El dominio del diálogo es la fuerza verdaderamente propia de un dramaturgo, y es esencial que sea la aspiración del poeta. El peligro del poeta al enfrentarse a una creación que se ha de representar es precisamente que en cualquier

momento puede sentir una inclinación descontrolada por hacer del elemento lírico una parte excesivamente importante, impidiendo tal vez, de este modo, que se relacionen verdaderamente los personajes y que haya un desequilibrio entre la importancia de lo que se tiene que decir y los medios que se emplean para decirlo. Si de lo que se trata es de dar forma humana a quienes aparecen en la escena puede que tenga un pilar en el que sustentarse este esfuerzo creador mediante la individualización de la visión que se da en el sentimiento lírico y pensamiento interior reflexivo. Pero hay un problema a la hora de enfrentarse con este elemento: resulta imposible poderlo analizar en todas sus vertientes si no es a través de la observación de cómo ha de darse la forma, la palabra por la que se expresan los personajes, y es aquí donde hemos de estudiar cómo aparece o ha aparecido en todos los tiempos en el arte dramático la expresión de la poesía. Esto nos hace reflexionar con mucha seriedad en cómo podemos hacer viable que en estas expresiones pueda darse una forma natural, ajustada a la finalidad que se persigue a través de la obra. De todo esto se infiere que debemos no perder en ningún momento de vista de que solo tenemos ante nosotros el diálogo, el coro y el sentimiento interior.

La naturaleza del drama obliga a que la confluencia del sentimiento y de la propia acción sea en muchas ocasiones subordinada por parte precisamente de la acción frente al sentimiento más lírico que ya puede dar tácitamente por hecho que este exista o expresamente mediante las medidas de cómo se expresan los que están inmersos en la acción. La expresión en colisión o en convergencia de dos voluntades que son representadas muestran la maestría del autor si tiene capacidad de hacerlas coherentes en su expresión con lo que podemos denominar como el cosmos en que se mueven, entre el ser propio y las circunstancias en las que se ha de realizar la acción en consonancia con su propia naturaleza, ya que en la acción es donde se describe a cada personaje, es en el modo de accionar su voluntad en donde puede verse verdaderamente las proporciones en que lo humano está contenido en cada uno de ellos, además de poder quedar individualizado. Sus palabras muestran intención, demuestran lo que quieren hacer y pueden hacer en la acción. En el drama el ser se demuestra en el devenir, y en esto ya queda dicho todo. El diálogo es el elemento racional que se presenta en el drama y que explica, eventualmente, la acción y a veces tiene la acción, pero pensar que en él reside la acción sería ingenuo, porque en el drama todos los elementos que entran en combinación por el ideal artístico se difuminan de sus autonomías al tener una empresa de mayores proporciones. Lo poético de la poesía en el drama no proviene de una profusión de los elementos que le son afines con otras formas de expresión, sino que en todo lo que puede enfocarse este esfuerzo da lugar precisamente a lo que podemos denominar. Se pronostica en el acto en que se halla inmerso el personaje a la par que se expresa o bien en la afirmación previa lo que va a suceder. Se puede decir que en este elemento la poesía del drama es más una reunión de lo racional en lo que se refiere a un grado de comprensión de la acción más que a un elemento que puede decir con total seguridad qué es lo que está ocurriendo en la escena. Wagner lo explica de esta manera: «Si el hombre en la vida rinde homenaje al principio de belleza, si se regocija de esta belleza manifestada por su cuerpo, el sujeto y la materia artística de la reproducción de dicha belleza son el hombre mismo, viviente y perfecto. Su obra de arte es el Drama y la redención de la plástica es precisamente el desembrujamiento de la piedra, el retorno al hombre de carne y hueso, el paso de la inmovilidad al movimiento, de lo monumental a lo actual».

¿Puede la belleza estar presente en la acción? Esta pregunta se ha de hacer después de haber explicado en pocas palabras las condiciones en las que se da la expresión poética dramática. Que la proporción de esta intención sea convergente con la acción es donde la maestría aparece, porque en el equilibrio de la expresión ha de quedar dibujado de modo realmente cierto lo que está ocurriendo. La proyección del ser en el tiempo hace que no pueda darse una mirada tan originaria, y solo esta viene en los momentos que también necesariamente hay una distensión en la acción, o si se quiere decir así, el momento que sucede previo antes de un gran momento. El equilibrio entre el lirismo descriptivo y el accionar dialogado es lo que podemos denominar como clímax y anticlímax. Aunque hemos de precisar algo fundamental: aún con todos los matices que estamos poniendo aquí en lo referente a lo poético y a lo que está condicionado al darse en la expresión dramática hemos de decir que el peso de la acción siempre está en clara influencia a lo que esta puede dar. Si bien la música puede en determinados momentos sustituir a esto ciertamente los momentos líricos son los que se puede afirmar que hay una clara definición de la música de la propia acción dramática, pero en la acción y en una narración más o menos palpable a través de los que está sucediendo su poder siempre quedará aminorado y no podrá competir con la poesía. La poesía, en cambio, pierde mucha de su hegemonía en los momentos más líricos en donde hay una descripción psíquica, y es ahí donde evidentemente se dará esa predominancia en la música. Sin embargo, habremos de decir que nuestro objetivo es que entre ambas deba haber un equilibrio al quedar unidas en una misión dramática, y nuestro fin es que haya un equilibrio que no ha de ser roto, y la razón de este equilibrio es el propio drama, es decir, la acción que estamos creando mediante los medios de los que dispone el arte, unidos precisamente para este fin y destino.

La naturaleza del habla dramática se distingue en lo complejo de la enunciación que puede darse en el intérprete que recita en el género lírico sobre todo porque de lo que se trata es de posibilitar que el hombre que está inmerso en la acción llegue a ser real, de carne y hueso. Un poeta dramático ha de quitar todo lo que suene a vacío y a hueco de las figuras retóricas y solo emplearlas en los pasajes interioristas, en aquellos en donde se pone de relieve la naturaleza interior subjetiva del personaje, pero en los demás casos la poesía tiene un dinamismo que jamás puede caer en momentos de excesiva lentitud y gran profusión de elementos embellecedores. Análogamente, con poco no se puede fijar el habla de los personajes, y es por esto por lo que la estimación de lo que puede ofrecer la poesí a a través de su propia reunión con la acción siempre está sujeta y controlada por lo que podemos como denominar un modo de hacer que el diálogo tenga un verdadero contenido y que además pueda ajustarse en ser también un modo de acercar el personaje a las medidas de carácter y personalidad que lo hagan ser cierto, y no simplemente una sombra proyectada a través de un argumento y de unas palabras que se ha de decir. La gran dificultad del arte dramático es hacer que los personajes puedan tener una verdadera individualidad, y a pesar de que pueda existir una especie de descripción siempre si esta no existe verdaderamente se ha de buscar que pueda darse esta descripción con la propia acción. Evidentemente, aquí vemos que la poesía lleva el elemento del pensamiento del personaje, y su forma de expresarse será el que nos diga una serie de cosas con las que debemos tener ante nuestros ojos su identidad bien definida. La poesía puede variar en métrica y en expresiones para dar carácter a cada personaje, pero lo que es más importante no es tanto acá de hablar de los recursos que pueden hacerse, sino que destacamos la necesidad de que la poesía esté unida a un modo cierto de hablar del ser que está siendo encarnado.

Como se ve, no basta con el diálogo en sí, sino que por contraste tenemos que encontrar el modo de expresión adecuado que individualice. Es muy importante que a pesar por esta razón todo esfuerzo que se crea conveniente para hacer que la expresión de cada personaje tenga su propia naturaleza diferenciada. La poesía ofrece, al ser como el habla, lo natural y artificioso, lo vulgar y lo refinado, lo bello y lo torpe, pero siempre estos elementos han de estar bien estudiados para que pueda hacerse el habla de los personajes natural a las situaciones en los que se mueven. No se puede exceder en el uso de las figuras retóricas, sobre todo las metonimias, metáforas y demás en las que se usan palabras que personalizan objetos o elementos. En el lenguaje dramático es siempre esencial entender que la rima, la aliteración o la anáfora son los que hacen más por la expresión embellecedora y que se ajusta precisamente a un modo más parecido al habla natural. Hemos de recordar que de lo que se trata en el diálogo son tres aspectos a tenerse en cuenta:

  1. El primero es el intercambio de pareceres entre los personajes, lo cual hace que toda verdadera obra dramática deba tener viveza en sus diálogos, y para esto las partes muy explicativas de algunos personajes, ciertamente esenciales para que la acción tenga en sus momentos oscuros una explicación apropiada, tras estos es aconsejable que se vean combinadas con intervalos en los que un verso o dos versos es lo que intercambian los personajes. El verdadero diálogo, esta es una de las dificultades a las que se enfrenta un poeta dramático, demuestra si los personajes tienen individualidad. La musicalidad a la que puede ser susceptible esta plasticidad escénica y poética depende mucho de que esté manifestado en ellos la emoción y la esencia de lo que están sintiendo de verdad a trav és de las acciones que se combinan o bien con lo que se dice. Es importante no perder un solo instante el hecho de que es la acción la narración, y no tanto la descripción, y la acción es la colisión o armonía de las voluntades que se representan ante nuestros ojos. Que sea el diálogo en donde el verso se simplifica y solo tiene los colores justos y necesarios que no obstaculicen la acción son la verdadera demostración de la valía de un dramaturgo al saber hacer hablar a sus personajes. Verdaderamente, debo insistir, no hay otro campo literario en el que haga falta saber construir más el diálogo y lo que dicen los personajes. La acción es en el fondo una constatación de lo que en todo dicen o callan los personajes, a veces es lo que callan lo que hace la acción y el problema de toda la trama. Decir significa enseñar que se está inmerso en la acción, y que ésta siempre tiene un componente con la realidad que se muestra en la acción. Es obvio que la naturaleza del diálogo es ciertamente la acción en sí de la obra como expresión inteligible de la realidad que se muestra en la escena.
  2. El segundo elemento que hay en toda parte en donde hay dos o más personajes en escena es el de la acción que solamente tiene un dominio pequeño de la palabra, y se establece mediante explícitos que pueden todos comprender. En tales casos el poeta dramático verdadero debe tener una imaginación clarificadora y recrear toda su escena en su mente y describirla en las acotaciones del libreto. Ciertamente, en estas situaciones, es natural que el dominio de la música sea cuasi total y solamente deba posarse en alguna que otra expresión verbal que tienen los personajes. Un diálogo auténtico consiste en el empleo del silencio. Los largos silencios nos anuncian en toda obra escénica un cambio en la psicología de los presentes y es una demostración más de que las acciones han de ser lo esencial, porque siempre sea en palabra o en obra es esta la que hace que exista este cambio de atmósfera en la que lo ideal es usar los medios de la música, para de este modo preparar la esencia de lo que sienten los personajes. En este lugar podemos ver la importancia del coro. En toda obra dramático musical siempre ha existido el coro como regulador amplificador de las acciones de los protagonistas y puede darse el caso en que en él representamos al colectivo, y es por este motivo por lo que claramente podemos entender que tenga un predominio de la música más allá de lo que es simplemente el elemento poético. Sí, el coro es el que puede encontrarse en este tipo definido, y es verdaderamente un elemento que puede desaparecer. Sin embargo, la justificación de toda desaparición de este elemento dramático que es el coro podemos entenderlo de la siguiente manera: cuando solo se dé un teatro en el que la psicología es lo que predomina. En cierto modo, no podemos creer que la desaparición del coro sea un elemento en sí positivo, puesto que en el fondo una gran historia siempre tiene unos espectadores inmersos en la propia acción, y por esto es posible que se dé la circunstancia en la que haya que hacer que aparezca este elemento como parte integrada en el drama, donde no solo se hayan los personajes principales. Solamente este elemento puede desaparecer cuando se da el drama psicológico, donde la acción no es en ningún aspecto realmente externa, sino que siempre es interna. Es por esto por lo que en el equilibrio de la forma el coro es siempre de alguna manera una especie de figura que parece solo justificarse porque con ella se puede hacer música para un conjunto de voces masculinas y femeninas en la representación.
  3. El tercer elemento es el diálogo largo. En esta forma de expresión vemos que en el tiempo de la ópera se hacía el aria, precisamente en donde era más gráfico representar el sentimiento según una descripción en muchas ocasiones rica y lírica de todo un personaje. No necesariamente caerá el drama bajo los telares del aria, sino que por el contrario estas partes en donde el diálogo se convierte en un aparente monólogo, sea con presentes o en soledad, no importan en realidad, es donde ciertamente el equilibrio de la música y de la poesía tiene su momento más crítico. En líneas generales se puede decir que es muy fácil caer bajo el influjo de la expresión musical y hacer de la poesía su comparsa y excusa para que pueda darse una magistral melodía. Hemos de precisar que el continuum de la acción en una obra dramática hace que su textura y morfología interna sea polifónica, y en ella haga falta que aparezca una serie de elementos integrados a través del devenir del tiempo cuando se representa. Por esto, la solución ideal para estas ocasiones es siempre que la poesía tenga una potencia de gran descripción lírica o narrativa. De este modo, con versos de belleza evidente, la música no tendrá un imperio tiránico, sino que tendrá su función como alto objeto de estar unida ciertamente a un fin de autentificación de la naturaleza del personaje. Por otro lado debemos destacar que en todo lo que estamos en este momento destacando lo que se demuestra como esencial es reparar en que la escena psicológica e interiorista ha de ajustarse perfectamente a un momento de la suspensión de la acción externa. Solo así puede darse la ocasión en que este equilibrio entre música y poesía puede hacerse cierto y realizable. Ahora bien, podemos también decir que puede darse la combinación de la acción interna y de la externa. En tales casos, de lo que se trata, es de hacer precisamente con la música sobresalir una u otra. Sobre este modelo es donde siempre se ha llegado a hacer la forma de la ópera. Que sea una poesía expresiva la que aparezca en estos monólogos puede hacer que exista una relación con el lirismo, y a veces con la épica. Ciertamente en este caso siempre se ha de tener cautela y evitar que lo prolijo pueda hacer su dominio sin que nada pueda hacer que solo se quiera hacer una demostración gratuita de lirismo.

En todo trabajo escénico la reunión de estos elementos es visible. Y además que este se haga mediante el canto más completo presenta ante nosotros su evidencia precisamente porque la música configura gracias a la prosodia y ritmo de una lengua una posibilidad de plasmarse a sí misma. Del mismo modo, la reunión de los medios que una orquesta ofrece puede reflejar en su finalidad la labor de salvar lo que puede ser desconocido en momento para nuestro conocimiento racional, ya que las palabras no siempre todo lo pueden reflejar. Si con el lenguaje del sentimiento se puede alcanzar a explicar de un modo sutil lo incomprensible entonces se consigue el objetivo de hablar al corazón, porque el arte tiene un por qué de catarsis, de purificación de nosotros mismos.

No obstante, de los tres el que lleva todo el peso de la propia situación es evidentemente el primero. El segundo y el tercero son canalizadores por los cuales se introduce no ya solamente la percepción que puede tener el espectador externo sino que tenemos ante nosotros un modo de describirse a sí mismas a los personajes y a las situaciones. En estas partes es, como hemos dicho, donde hemos de tener en cuenta la fusión de la música y de la poesía. La naturaleza del elemento volitivo interno no exteriorizado pero sí explicativo está abierto al lirismo poético y a la melodía.

Si ambas tienen una razón de expresión de sentimientos es completamente natural que deban tener una fusión de mayores intimidades y resultados más sorprendentes que en el primer caso. Una u otra opera en el devenir una forma de importancia que reviste a la exteriorización de cómo se siente a sí mismo el hombre, y es evidente, con toda gravedad, que ambas en los trabajos más afortunados poseen un equilibrio interno, porque la pregunta que habría que hacerse esta: ¿sería posible para el músico extraer música de donde no la hay? Hay casos en los que es muy habitual que ambas queden unidas, pero su unión no es natural, y el motivo para que este suceso no tenga la fuerza que debiera tener no es otro que cada una ha sido desarrollada por separado sometiendo de antemano a la poesía al imperio de la música. Para que esto no sea así la razón que podemos presentar es que cada drama ha de tener su propio color poético y a razón de esto musical. Para que pueda darse esta sinestesia es natural que se haga necesario que poeta y músico sean la misma persona.

Por otro lado, para enfocar el problema con mayores utilidades cotidianas bastará con decir que en lo que se trata de transmitir siempre existe un elemento poético en la música y un elemento musical en la lírica. Se entiende, de este modo, que cuando pueden operar por separado el equilibrio siempre dará predominancia a una sobre la otra, si bien hemos de destacar y precisar que en lo que se refiere a la finalidad del canto con acentos de ambos en su propia creación no podría vivir la música en el drama sin la poesía porque es esta la que le impone en todo qué modo ha de tomar y qué aspecto ha de mostrar. En cierto modo, se podría entender esto si nos expresamos de este modo: ambas viven por separado caminos que pueden tener sus propias bendiciones sin que sea necesaria la injerencia de la una sobre la otra, pero si se trata de unirlas en una acción está claro que siempre debiera ser la poesía la que condiciona a la música y qué es la que esta ha de llevar a la escena a su propia esencia interna externalizada. Sí, en lo que se refiere a la cuestión dramática, podemos decir que verdaderamente es más una faceta a la que se presta mejor la poesía para decir lo que es la acción que la música, a no ser que la música opere por sí sola en poemas sinfónicos o preludios, también muy a tener en cuenta cuando de se trata de decir sin palabras lo que está pasando. Si el predominio de la música es la que al final pone como excusa que el género ha de quedar sometida a ella debemos decir que de todas las energías de las que se disponga poéticas dramáticas han de hacer que vuelva lo que es apropiado para la expresión del drama. No debemos olvidar que es el drama el que somete a ambas y que ninguna ha quedado reunida para hacerle sombra por sí mismas a la otra reclamando una supremacía que no tiene más aun cuando en el drama lo que tiene completa hegemonía es la acción. Si hay en la acción partes descriptivas es para acercar si cabe más al que está inmerso en ella al espectador que contempla la expresión integral de las artes en el drama.

La armonía que emana de las obras en las que la perfección de su fin alcanzado es la que nos garantiza justamente que pueda hablarse de ella a pesar de que haya pasado el tiempo en el que fue creada por quien la llevó a cabo nos habla de un modo fehaciente precisamente de que no se puede negar que la posibilidad de hallar el ser por el que se manifiesta el fin que ha hecho la obra puede ser lo que aparece ante los ojos como lo que hace la maestría en una expresión en donde solo se da un lenguaje expresivo. Sin embargo, esto nos hace pensar que no puede ser ya de por sí un impedimento para que el fin que proponemos no pueda ser realizada, porque ¿es acaso una ilusión el pretender que se pueda dar esta fusión en el escenario, y que además la realización pueda venir de la más profunda cultura que guarda la tradición de un pueblo? Si el drama puede existir solo dependerá de la inteligencia que tengan los hombres que en un tiempo y en un pueblo demuestren para querer elevar, por sus propios medios, un tipo de empresa colectiva. Cuando se entiende que el arte es la expresión de una empresa o misión colectiva que puede invitar a sus miembros a sentirla como propia nos encontramos de modo inevitable ante la constatación de que todo aquello que la religión puede hacer como creencia colectiva, si conecta el alma al espíritu mediante la expresión artística, podemos considerarlo como un verdadero fin en el cual encontramos que se está realizando de modo continuado el existir de un pueblo a través de cómo deja expresado lo que cree y lo que siente en su propio vivir. Aquellas obras que viven por el arte con un fin más elevado que el medio que se ha usado para mostrar su existencia en ese instante y hacia el porvenir es el que nos hace demostrarnos a nosotros mismos que no puede existir nos solamente solo una colectividad y no el individuo que sin ella no sería nada, sino que también si ahondamos más en lo que nuestros ojos llegan a mirar llegamos a ver que existimos, aquellos que son artistas y los que no lo son, como un fundamento de un existir que si se puede expresar por el drama es porque lo entendemos arquetípicamente, y si podemos hacerlo así es debido a que somos una parte de él y solo una parte de él. Que el hombre pueda vivir a través de la obra artística y su modo de ser, sea el del artista así como el de su propio pueblo, pueda expresarse por la obra de la poesía que viene a establecerse mediante la música y los versos es lo que nos muestra una vez más que toda expresión de nosotros mismos es el de una identidad de más amplias proporciones de lo que somos nosotros mismos. Puede ser que, por ejemplo, el poeta lírico viva para sí mismo ligado solo en parte con el mundo a través de lo que podemos denominar como el sentimiento que hay en él y le hace común a sus coetáneos o que el músico pueda ser aprendiz de una forma perfecta en tanto en cuanto esta es la que enseñaban los viejos maestros del contrapunto, pero si el poeta tiene que encarnar en parte plásticamente, como las bellas artes, e internamente el objeto al que se dirige y la música opera en la esfera del alma como el arte de más amplias proporciones para redimir el alma humana de su limitación hemos de concluir que estas dos formas solo pueden aparecer allá donde puede demostrarse un sentir universal en su alcance de todos los que forman parte de una raza e identidad durante siglos. Esto es lo que hizo Beethoven, por ejemplo, con la música al quitarla de toda trivialidad y hacerla como expresión de lo íntimo del alma humana.

Para finalizar esta consideración sobre el drama y dejar al menos aclaradas las posiciones que en consecuencia desarrolló el maestro hemos de demostrar que en esta la lucha por una integración poética con la música, la razón del drama, no solo ha sido la gran preocupación de Wagner, sino que por el contrario ya vemos esta cuestión en otras figuras. Vayamos a ver el ejemplo que nos lo demuestra: «La música tiraniza el teatro; la poesía, envilecida y esclava, se mira como una parte accesoria y de menos valor… Siendo, pues, la poesía la que sirve a la música, esta arte, roto el límite en que debiera contenerla el poeta, no hallando en los dramas la imitación de la naturaleza, o despreciándola tal vez, se abandona al calor de la fantasía, que prefiere la novedad a la sencillez, lo maravilloso a lo verisímil, y a fuerza de talento y estudio, produce monstruos… La música italiana, llena de variedad, de pompa, de gracias, de ingeniosos atrevimientos, aplicada al teatro, es una brillante colección de inconsecuencias y desaciertos, insufrible a la razón, que examina las obras de las artes con la luz de la filosofía. Ya sea en el género cómico, ya en el her oico, todos los artificios de la música parecen dirigidos a destruir la ilusión teatral. ¿Cuándo se habrá podido creer que la verisimilitud no sea el alma de la imitación escénica…? Y ¿quién no conoce que la música moderna es diametralmente opuesta a los efectos que deberían esperarse de la observancia indispensable de tal principio? ¿Qué quiere decir aquel recitado monótono y fastidioso, aquellos preludios instrumentales, que enfrían y detienen el progreso de la acción en las situaciones más agitadas, aquella lentitud con que expresa el canto los afectos más vehementes, aquellas repeticiones fuera de sazón, donde apura la música sus esfuerzos, haciendo agudo lo que ha de ser grave, haciendo largo lo que ha de ser breve, renovando mil veces una misma idea, dando expresiones distintas y contrarias entre sí a un mismo afecto, amontonando conceptillos, retruécanos y repiqueteado de voces, en vez de expresar con sobriedad, vigor y sencillez las agitaciones del ánimo? ¿Qué importa que haya en tales pasajes variedad, novedad, osadía, invención, si no hay asomo de verisimilitud en nada; si el músico destruye las fatigas del poeta?… Quizás llegará el día en que alguno de aquellos grandes hombres que el mundo produce de tarde en tarde, prescindiendo de la costumbre, de los ejemplos, de los principios establecidos, sepa levantarse sobre los demás, y dando a la música un nuevo carácter, la reconcilie con la naturaleza.» Pues el español que lo escribió no era ningún romántico, a pesar de la guerra que proclama a los principios establecidos. Había compuesto entonces dos obras dramáticas: El viejo y la niña y La comedia nueva. Se llamaba: don Leandro Fernández de Moratín. Jovellanos, lo vemos decir en una relación de las artes escénicas, también es de la misma opinión: : «¿Quién, que compare con los grandes progresos que han hecho entre nosotros las Bellas Artes, este miserable estado del ornato de nuestra escena, no inferirá el poco uso y mala aplicación que sabemos hacer de nuestras mismas ventajas? El teatro es el domicilio propio de todas las artes.» No hacemos, por lo tanto, una mirada que no tenga un sentido alejado de lo que ha sido la tendencia en hombres preclaros de la historia, que han encontrado que por la ópera se ha dado una desaparición de toda medida que permita hacer realidad el gran ideal de unir a las artes en la escena con toda la fuerza que puede tener esta integral. Esto nos hace pensar que el debate aún no ha terminado, y en nuestro tiempo se hace esencial distinguir de un modo claro lo que es necesario para que existan unos fundamentos que posibiliten la vida cultural de un pueblo, del mismo modo que lo acerque a lo que es su propia identidad, a lo que es su propia historia.

Por ello la obra de Wagner es el ejemplo más fehaciente de que era totalmente justificado y legítimo que desease la regeneración a través del arte de la civilización occidental y que nosotros seamos fieles a esa llamada, que seamos en definitiva los que buscamos las respuestas y hacemos lo que en la medida de nuestras posibilidades se encuentre en nuestras manos.

David Aracil